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ISSN 1989-4163

NUMERO 38 - DICIEMBRE 2012

Los Hombres Lobo han Asaltado la Gasolinera

Jesús Zomeño

            Los hombres lobo asaltaron la tienda de la gasolinera. Llegaron con sus vespas y robaron los chicles de clorofila. El bourbon y los preservativos estaban a salvo, en una vitrina cerrada con llave, pero a ellos les bastaba un ejemplo para convertirse en proscritos.
Se confesaron enamorados de la cajera rubia de grandes pechos, pero a ella no le iban el amor eterno ni los tatuajes, ni siquiera las promesas si duraban más que una sonrisa.

-Solo soy una chica fácil –contestaba la rubia, deslizando el código de barras por el escáner de la máquina registradora, como si lo hiciera con un pene lubricado.

Pero la chica rubia se burlaba de nosotros porque estaba casada y era feliz. Se divorciaría algunos años después, al poco de acabar yo la carrera de Derecho. La encontré sentada en un banco del Juzgado, estaba gorda y lloraba porque su marido no le pagaba la pensión de los niños. Le ofrecí un chicle al pasar a su lado y me miró como si yo fuese un imbécil ofreciendo chicles en vez de tabaco. La poesía no iba con aquella mujer.

Las noches de luna llena, los hombres lobo devoraban la inocencia, porque eso les hacía inmunes al futuro. Repelían las balas de plata con sus camisas de flores, pelo corto alborotado con gomina y calcetines blancos. Invadieron en agosto la ciudad vacía, con el resentimiento de los que nunca veranean. Su mapa a ninguna parte eran las largas avenidas vacías a medianoche, que les llevaban y traían de la realidad al sueño como semáforos intermitentes.

Los hombres lobo eran sedentarios, no tenían mucho dinero. Frecuentaban la ensaladilla rusa de los bares más baratos y los parques públicos, donde se sentaban en los columpios vacíos. Sin suelo bajo sus pies, balanceándose, hablaban mucho del futuro. La tienda de la gasolinera no cerraba en toda la noche y, pasadas las doce, solían ir.

Mi amigo Julio ahora tiene cáncer y dos niños pequeños, pero aquel año del paso del Cometa Halley tenía una camisa verde con motas negras y un disco de David Bowie que guardaba para escucharlo de noche. Un día no vino con nosotros porque había muerto su padre. Fuimos todos al cementerio y después a beber cerveza. Terminamos riendo porque todo parecía muy lejano, incluso para Julio la cara de su padre.

Reponían viejas series de televisión, como quien da de comer a los peces de un acuario. Vacaciones en el mar y los ridículos pantalones cortos del capitán Merrill Stubing. No importaba volver a verlas, no había nada mejor que hacer. Los peces no tienen memoria y abren la boca y la pegan al cristal. Los peces no tienen párpados para cerrar los ojos. Mi familia abría la boca y la pegaba al cristal. Mi madre me llamaba cuando había que ir a comprar el pan o una botella de lejía. La vida doméstica consistía en sobrevivir hasta la noche.

Cuando todos dormían, encendía en mi habitación la luz del flexo y me convertía en insecto. Eran noches profundas frente al ventilador y la ventana abierta. La brisa me refrescaba con detalles banales que me distraían de los libros: una moto con el tubo de escape roto, algún perro por la acera con la cabeza agachada, el camión cisterna del ayuntamiento regando las calles, un ladrido a lo lejos…, puede que hubiesen atropellado al perro... Mi mundo no tenía voluntad de perpetuarse, nada parecía imprescindible y por eso nada era capaz de atraer fijamente mi atención. Por encima de todo: la luna llena, una enorme aspirina efervescente en un vaso vacío, migrañas, un agudo dolor de cabeza.

Los hombres lobo comían pipas cuando estudiaban, amontonaban las cáscaras como palabras sin significado a un lado del libro. Miguel estudiaba arquitectura, repartía entre junio y septiembre los exámenes, como yo, y también solía estudiar de noche. Me telefoneaba cuando quería despejarse con un paseo en moto a las dos o a las tres de la madrugada. Septiembre lo teníamos enfrente, como un espejismo hacia el que avanzábamos con los faros encendidos. Septiembre era la luna llena reflejada en el fondo de un pozo y nosotros abríamos la boca para alcanzarla y se nos caían de los dientes las vacaciones. Miguel trabaja ahora en Barcelona, hace años que no lo veo, se casó al poco de terminar la carrera, pero trabaja en un banco.

Los hombres lobo sangraban bajo estacas que les atravesaban el corazón. No era la muerte escrita para ellos, pero aceptaban la fatalidad. El amor era una bufanda de lana en verano, pantalón corto en invierno. Amor a destiempo que consistía en amar a quienes no se fijaban en nosotros, despreciar a las que sí nos querían y suspirar por las modelos denudas de las revistas.

El amor tenía su melodía de fondo y bailábamos hasta la madrugada con gafas negras de sol. En las verbenas de los barrios, éramos los reyes del mundo reducido a la miseria. Luis era el único que distinguía la ginebra buena de la mala sin esperar a la resaca. Don Anselmo, el padre de Miguel, nos invitaba a cerveza pero a su hijo solo a Fanta, por eso no le gustaba que nos acercáramos a la barra donde estaba su padre. No corríamos nunca delante de la vaquilla, tampoco detrás, ni les disparábamos a los globos en las casetas de feria. Las cuatro motos aparcadas en línea a la puerta, eran una declaración de principios. La tienda de la gasolinera no cerraba en toda la noche, el viejo del surtidor dormía sentado en una silla.

Los hombres lobo nunca aprendieron a tocar el saxo, ni a ser felices. Cuando todos se habían ido a la playa, ellos seguían en la ciudad. Luis trabajaba en un taller mecánico, pero no tenía coche. El otro día le pregunté por el primer coche que se compró, pero no se acordaba. Los hombres lobo no dormían de noche; eran cuatro y nunca pretendieron ser cinco.

Luis fue el primero que tuvo novia, pero tampoco recuerda ahora su nombre. El otro día le pregunté acerca de quién era entonces su mejor amigo y me respondió que Carlos. Yo no me acuerdo de Carlos, la nostalgia es selectiva. Los hombres lobo se convertían en polvo al amanecer, como los vampiros, porque no tenían constancia en ser nada.
Julio conserva el disco de David Bowie, quiere que suene en su funeral. Le dije que no, porque está rayado y con el surco roto parecería que estuviéramos llorando.

 

Lobos

Ilustración: Miracoloso

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